Una de esas mañanas solitarias, a las que casi comenzamos a acostumbrarnos, decidí irme al otro lado de la bahía. Fui con un solo objetivo, recoger “ajo de oso”. El ajo de oso es de las primeras plantas verdes comestibles que ofrece esta tierra después del invierno, apenas se descongela la tierra y sale un poco el sol ya comienzan a despuntar sus hojas de la negra tierra. Mi escapada sonaba a aventura atrevida por ser la primera salida en tres semanas un poco más lejos de casa, después de que anunciasen el estado de emergencia y el confinamiento. Aquí por lo menos nos permitieron salir a la calle, hicieron un llamado para que la gente se fuese a la naturaleza y mientras el centro de la ciudad se vació de transeúntes y coches, los bosques se llenaron de masas nunca vistas. La recomendación del gobierno fue tomada al pie de la letra. Me arriesgaba un poco al ir a buscar ajo de oso, podía ser una trampa y en lugar de estar sola recolectando hojas tranquilamente, me rodearían otros compatriotas esperanzados en encontrar la cura necesaria para el odiado virus en el ajo silvestre. Mi salida fue también inspirada por la idea que algunos comenzaban a propagar: el regreso a la nueva normalidad. Y yo lo entendí así, que podía ser en parte, regresar a la ancestral costumbre de las tribus recolectoras, pues de qué si no, iba yo a vivir en lo adelante, si lo primero que se venía abajo era el turismo, mi principal fuente de ingresos. Recuerdo ahora que una colega me llamó en febrero y me preguntó: ¿tú crees que la temporada turística se afectará si el virus se propaga por el mundo entero como pronostican? Le dije, un poco en broma: No te preocupes, si tal cosa llega a suceder, nos vamos al bosque a recoger arándanos negros.
Si de algo se conoce de siglos atrás por estas zonas frías, es del hábito de los vikingos de recolectar e incluso cultivar el ajo de oso cerca de la costa. Los vikingos, al regresar de sus largas temporadas de navegación desde el fin del mundo y después de que el largo invierno les atrapase en puertos ajenos, llegaban a casa hambrientos y enfermos, principalmente de escorbuto y lo curaban consumiendo ajo de oso opíparamente.
El ajo de oso crece en zonas bien húmedas por donde corren manantiales o ríos y la tierra es muy rica en humus y un poco arcillosa, muchas veces a la sombra de árboles de hoja caduca pero como en marzo aún están desnudos, entonces el primer sol primaveral alimenta a las tiernas plantas de ajo de oso. Yo fui a buscarlo al pie de una meseta de piedra caliza por donde hay una calle con el nombre de Karulaugu tee, o sea, el camino del Ajo de oso.
Esta pequeña plantita está inscrita en el Libro Rojo como flora silvestre amenazada de tercera categoría, lo cual quiere decir que, si recoges de esta planta, es solo para consumo propio, está prohibido venderla a no ser que la cultives en tu jardín.
El ajo de oso contiene compuestos de azufre que limpian el intestino, contiene clorofila y muchas vitaminas y minerales. Dicen que contiene 20 veces más vitamina C que un limón. En la medicina popular lo usan también para purificar la sangre, contra la arterioesclerosis y lo han usado hasta como antibiótico en tiempos de guerra. Cuando nos enteramos de los primeros casos de enfermos de Covid 19 en Estonia, donde más incidencia hubo fue en una isla en la que a comienzos de marzo celebraron un encuentro amistoso de baloncesto con un equipo de Milano, mientras ya en Italia el virus estaba haciendo estragos. El director del hospital decidió introducir la vitamina C como tratamiento de los infestados y la gente comenzó a comprar y consumir vitamina C en grandes cantidades, otros nos fuimos a buscar la vitamina C natural. Aquí no puedo abundar más en el tema, no sé si resultó efectivo o no el uso de la vitamina C en el hospital, porque al poco tiempo fue prohibido ese tipo de tratamiento. Nosotros en familia continuamos usándolo.
El ajo silvestre se come casi siempre fresco, aunque hay quien prepara sopas con él. Se añade a las ensaladas, puede acompañar carne o pescado y algo que se ha hecho muy popular es usarlo para preparar pesto. Su sabor es fuerte, aunque no tanto como el del verdadero ajo, no vale la pena añadirle pimienta ni mayonesa, lo mejor es mezclarlo con crema agria, con queso casero, con patatas o con huevo. Cuando las hojas comienzan a amarillear y florecen, puedes recoger las flores y el tallo que son igualmente comestibles.
El pesto que preparé no tiene una receta exacta y añadí los ingredientes a mi gusto: semillas de calabaza tostadas, queso duro rallado, sal, aceite de oliva, hojas de ajo de oso. Se conserva perfectamente en un frasco en la nevera y puedes usarlo como se te antoje, untarlo al pan, añadirlo a la polenta o a las pastas, usarlo para adobar carnes, etc. Mi primera producción de pesto fue exitosa y muy abundante a pesar de haber recogido menos de 1 kilogramo de hojas e inmediatamente pensé en comenzar a venderlo. Esa misma noche en la página de Facebook de los vecinos de nuestro barrio apareció una señora ofreciendo pesto, al poco rato apareció otra y al final un vecino enfurecido escribió que la venta de pesto de ajo de oso es ilegal y ahí terminó mi idea.
Aparte del ajo de oso, en la calle de su mismo nombre, hay una escalera bien larga que va desde la base de la meseta hasta su parte superior y sirve como mirador hacia el mar y para que los vecinos de arriba lleguen más rápido al centro del condado, la escalera se construyó por iniciativa de los vecinos en conmemoración del 100 aniversario de la República de Estonia y lleva el nombre de “La escalera del Sapo del Norte”.
Al pie de la escalera, lo
primero que te encuentras es una escultura con cara de rana sonriente que te da
la bienvenida, en realidad es un dragón, el mismísimo Sapo del Norte, animal mitológico con
cuerpo de toro, patas de rana y cola de serpiente, cubierto por escamas más
fuertes que la piedra y el hierro, descrito así por el escritor estonio Friedich
Reinhold Kreutzwald. Furioso animal que arrasaba con todo a su paso pero que,
al ser vencido por un valiente joven, se escondió y se durmió en la profundidad
de la tierra. Con el tiempo las cosas pueden cambiar y según escribe nuestro
escritor contemporáneo, Andrus Kivirähk en su
excelente novela „El hombre que hablaba serpiente “, el Sapo del Norte, despertará
y saldrá a defendernos, solo que
para lograr despertarle hacen falta 10000 hombres que sepan hablar el lenguaje
de las serpientes.